Perfilar a la escritora canadiense Anne Carson es un gran reto por lo
escueto de la información personal que sobre ella fluye, pero fundamentalmente
por lo experimental e inclasificable de su obra, que respira posmodernidad y
encalla en el terreno performativo; una obra que según los estudiosos está en
permanente diálogo entre el intelecto y la emoción, entre sus lecturas y la
sensibilidad entendida como aquello que provoca o despierta al otro.
Las entrevistas dan algunas luces sobre esta mujer sobria, que nació en
Toronto el 21 de junio de 1950, y creció entre mudanzas que la llevaron a
diversos pueblos de Ontario, debido al trabajo de su padre en un banco. De
propia voz, se sabe que tenía 15 años cuando se topó con un libro de poemas de
Safo, un texto que entonces consideró impenetrable, pero de gran belleza, y que
la llevó a estudiar latín bajo la guía de Alice Cowan, a quien dice deberle su
carrera y su felicidad.
Al concluir la secundaria se matriculó en la carrera de lenguas clásicas
de la Universidad de Toronto, donde comenzó su incesante búsqueda de identidad
y de oficio, mientras se perfilaba como profesora de cultura clásica, con
sólida formación en lenguas clásicas, literatura comparada, antropología,
historia y publicidad, disciplinas que combina en su escritura.
Poeta, traductora, ensayista y profesora, Carson ha sido incluida en la
candidatura vox populi del Premio Nobel de Literatura y es considerada por
muchos como la mayor poeta anglosajona de la actualidad, aunque ella asegure
ser más artista de la imagen que de la palabra, pues desde su óptica, “las
ideas son imágenes y las frases abstracciones de ideas que se concretan gracias
a la gramática y la sintaxis”. Pero ¿qué es la poesía para Anne Carson? Sólo un
caminar a ciegas “como quien trata de detectar señales radioactivas con un
contador Geiger”, ha dicho, tras asegurar que si pudiera definirla, no tendría
para qué escribirla.
Su primer libro considerado de poesía es Shortalks, de 1992,
y tres años después verían la luz dos títulos más donde se desdibuja claramente
la frontera de los géneros, es el caso de Plainwater y Grass,
Irony and God, éste último donde incluye Ensayo de cristal, uno
de sus textos más conmovedores y que ha propiciado que se considere a Carson
“como la indicada para salir del gueto de los conocedores de poesía, para
reclamar una geografía personal desde el cual ofrecer pautas para intentar
otras directrices en el discurso poético contemporáneo”.
Curiosamente, el título más conocido de la autora es Autobiografía
de Rojo, una especie de novela en verso en la que reescribe el mito de
Hércules y Gerión en clave homoerótica y que ella ha confesado emprendió como
un reto; su éxito de ventas no sabe bien a qué atribuirlo y queda claro que la
cifra alcanzada no suele ser asociada con alguien que escriba poesía.
En esa vorágine de nombres y citas que rememoran a los clásicos y que se
encuentran diseminados por toda su obra, están títulos como Economía de
lo que no se ha perdido: Leyendo a Simónides de Cesos con Paul Celan (1999)
y Hombres en sus horas libres (2000), conjunto de epitafios,
poemas de amor, ensayos en verso y esbozos de guiones; de 2001 es La
belleza del marido, que le valió el Premio T. S. Eliot de poesía, concedido
por primera vez a una mujer, y que dicen que guarda cierta relación con Autobiografía
de Rojo. Un ensayo ficticio en 29 tangos, cuya edición en inglés es de
1998.
De acuerdo con los datos disponibles, en 2003 publicó una suerte de
secuela de la autobiografía, denominada Red Doc, pero las claves de
su escritura han sido más bien detectadas en Decreación, de 2005,
un libro que puede parecer extraño pero que en realidad es inquietante para
unos, fascinante para otros, pues lleva al paroxismo su técnica del montaje
transdisciplinario, en el que encuentra espacio el cine, la ópera, el ensayo y
sus influencias literarias, desde Tolstoi y Píndaro, hasta Elizabeth Bishop,
Monica Viti o Samuel Backett.
Otro libro significativo de su producción es Nox, escrito
tras la muerte de su hermano de 2010, un volumen en forma de caja donde sepultó
la sombra verbal de los objetos que le fueron entregados, entre los cuales
prestó especial interés a las fotografías, por considerar que ésta es una forma
de muerte. De esta experiencia deriva una profunda paradoja que es la de
escribir un libro sobre algo trágico y que éste resulte gozoso.
En 2014 se edita Albertine: Rutina de ejercicios, una suerte
de apuntes variados, reflexiones, textos próximos al poema en prosa o al
aforismo que se diseminan a lo largo de 59 párrafos y 16 apéndices que tienen
una protagonista clara: Albertine, personaje principal de En busca del tiempo
perdido, de Marcel Proust y que confirman que lo tradicional no es opción para
Carson.
La mezcla de ideas, formatos y disciplinas continuará en Float (2016),
en el que reunió 22 textos que define como performances y que abarcan infinidad
de temas, alentada por Robert Currie, un reconocido artista visual, quien es su
marido y al que agradece la vitalidad y entusiasmo con el que la hace cruzar
los límites de lo estrictamente literario.
El periodista Will Aitken, quien es amigo de Carson y alguna vez
compañero en un taller literario, es quien ha logrado en muchos años la
entrevista más larga concedida por ella, para The París Review, donde logra
perfilarla como una lectora brillante y una artista cuyo proyecto creativo va
más allá de la escritura, y afirma que se equivocan quienes pretenden entender
su obra desde los tradicionales géneros, por considerar que ello “impide
apreciar realmente el valor de su escritura, que zigzaguea, que indaga en su
biografía, pero que evita el yo; que mira hacia atrás, que busca, en otras
lecturas y en otros autores, aquellos ecos que le permitan descubrir su propia
voz.
Define los libros de Carson como objetos emocionantes y hermosos que
capturan una experiencia única e intensa, de ahí la importancia que adquiere la
libertad estética y poética que atraviesa cada uno de sus libros: la búsqueda
por capturar una suma de experiencias que se resisten a ser encasilladas, a
encontrar una forma definitiva: una novela en versos, un poema en prosa, una
ópera, un ensayo.
Por su obra, la escritora canadiense ha recibido importantes
distinciones, entre las que se cuentan además del T.S. Elliot, los premios
Lannan de Poesía 1996, Pushcart 1997, la Beca Guggenheim 1998, la MacArthur
2000, el Premio de Poesía Griffin 2001 por Men in the Off Hours (Hombres
en sus horas libres), el del PEN por Poesía traducida en 2010, el doctorado
Honoris Causa por la Universidad de Toronto, en 2012, el Folio Prize y el
Griffin por Red Doc en 2014.
POESÍA
DE ANNE CARSON
ENSAYO
SOBRE LAS COSAS EN LAS QUE MÁS PIENSO
Traducción:
Berta García Faet
En
el error.
Y
en sus emociones.
Estar
a punto del error es una condición del miedo.
Estar
en medio del error es estar en un estado de locura y de derrota.
Darte
cuenta de que has cometido un error produce vergüenza y remordimiento.
¿O
sí?
Veamos.
Mucha
gente, incluyendo a Aristóteles, opina que el error
es
un suceso mental interesante y valioso.
Cuando
habla de la metáfora en su Retórica,
Aristóteles
dice que hay tres tipos de palabras:
las
extrañas, las ordinarias y las metafóricas.
“Las
palabras extrañas simplemente nos descolocan;
las
palabras ordinarias nos transmiten lo que ya sabíamos;
usando
metáforas es como nos topamos con lo nuevo y con lo fresco”
¿En
qué consiste esa frescura de las metáforas?
Aristóteles
dice que la metáfora hace que la mente se experimente a sí misma
en
el acto de cometer un error.
Ve
la mente como algo que se mueve a lo largo de una superficie plana
hecha
de lenguaje ordinario
y
luego de repente
esa
superficie se rompe o se complica.
Emerge
lo inesperado.
Al
principio parece raro, contradictorio o incorrecto.
Y
después sí tiene sentido.
Y
es en ese momento cuando, según Aristóteles,
la
mente se dirige a sí misma y se dice:
“¡Qué
verdad es! ¡Y aun así cómo lo había malinterpretado yo todo!”
Es
posible aprender una lección de los errores auténticos de las metáforas.
No
es solo que las cosas no son lo que parecen,
y
de ahí que nos confundamos;
además,
dicha equivocación es en sí valiosa.
Pero
esperad un momento, dice Aristóteles,
hay
mucho que ver y sentir por ahí.
Las
metáforas le enseñan a la mente
a
disfrutar del error
y
a aprender
de
la yuxtaposición entre lo que es y lo que no es.
Hay
un proverbio chino que dice:
un
pincel no puede escribir dos caracteres en la misma pincelada.
Y
aun así
eso
es justamente lo que hace un buen error.
Veamos
un ejemplo.
Es
un fragmento de cierto poema griego antiguo
que
contiene un error de aritmética.
Por
lo visto el poeta no sabe
que
2+2=4.
Fragmento
Alkman 20:
[?]
lo cual hacen tres estaciones, verano
e
invierno y en tercer lugar otoño
y
en cuarto lugar primavera cuando
hay
florecimientos pero comer suficiente
no
lo es.
Alkman
vivió en Esparta en el s. VII a.C.
Entonces
Esparta era un estado pobre
y
es improbable
que
Alkman llevara una vida de rico bien alimentado.
Este
hecho es el contexto de sus observaciones
que
desembocan en el hambre.
Siempre
tenemos la sensación de que el hambre
es
un error.
Alkman
hace que experimentemos este error
con
él
mediante
un uso efectivo del error computacional.
Para
un poeta espartano pobre sin nada
en
sus bolsillos
al
final del invierno,
ahí
viene la primavera
como
una ocurrencia a deshora de la economía natural,
la
cuarta en una serie de tres,
desequilibrada
su aritmética
y
su verso yámbico.
El
poema de Alkman se parte en dos a mitad camino con ese metro yámbico
sin
dar ninguna explicación
sobre
de dónde viene la primavera
o
sobre por qué los números no nos ayudan
a
controlar mejor la realidad.
Tres
cosas me gustan del poema de Alkman.
Primero,
que es pequeño,
ligero
y económico de una manera más que perfecta.
Segundo,
que parece sugerir la presencia de ciertos colores como el verde pálido
sin
ni siquiera nombrarlos.
Tercero,
que consigue sacar a relucir
algunas
preguntas metafísicas de primer orden
(como
la de Quién hizo el mundo)
sin
un análisis excesivo.
Fijémonos
en que en el predicado verbal “lo cual hacen” en el primer verso
no
hay sujeto: [?]
Es
muy poco habitual en griego
que
el predicado verbal no tenga sujeto; de hecho,
es
un error gramatical.
Si
les preguntáis, los filólogos estrictos os dirán
que
este error no es más que un accidente de transmisión,
que
el poema tal y como nos ha llegado
con
toda seguridad es un fragmento suelto
de
un texto más extenso
y
que es casi seguro que Alkman nombró
al
agente de la creación
en
los versos precedentes.
Bueno,
puede ser.
Pero,
como sabéis, el principal objetivo de la filología
es
reducir todo placer textual
a
un mero accidente histórico.
Y
no me siento cómoda con la idea de que podemos saber exactamente
qué
es lo que quiere decir el poeta.
Por
lo tanto, dejemos el interrogante aquí
al
comienzo del poema
y
admiremos la valentía de Alkman
a
la hora de confrontar aquello que queda entre paréntesis.
La
cuarta cosa que me gusta
del
poema de Alkman
es
la impresión que da
de
hacer que se desembuche la verdad, en contra de sí misma.
Muchos
poetas aspiran
a
conseguir este tono de lucidez inadvertida
pero
pocos se dan cuenta tan fácilmente como Alkman.
Por
supuesto, su simplicidad es un fake.
Alkman
no es para nada simple,
es
un maestro de la organización
(o
lo que Aristóteles llamaría un “imitador”
de
la realidad).
La
imitación (mímesis, en griego)
es
el término que utiliza Aristóteles para designar a los errores auténticos de la
poesía.
Lo
que me gusta de este término
es
la facilidad con la que admite
que
aquello con lo que nos las vemos cuando hacemos poesía es el error,
la
obstinada creación del error,
el
rompimiento deliberado y la complicación de los errores
de
los cuales puede emerger
lo
inesperado.
Así
que un poeta como Alkman
deja
a un lado el miedo, la ansiedad, la vergüenza, el remordimiento
y
el resto de emociones tontas que asociamos con el hecho de cometer errores
para
aceptar
la
verdad verdadera.
La
verdad verdadera en el caso de los humanos es la imperfección.
Alkman
rompe con las reglas de la aritmética
y
hace peligrar la gramática
y
no da pie con bola en cuanto a la forma métrica de sus versos
para
llevarnos a aceptar este hecho.
Al
final del poema el hecho sigue ahí
y
probablemente Alkman no tiene menos hambre.
Sin
embargo, algo ha cambiado en el coeficiente de nuestras expectativas.
Porque,
haciendo que nos equivocáramos,
Alkman
ha perfeccionado algo.
Sí,
ha mejorado algo, ha mejorado algo de una manera
más
que perfecta.
Con
un solo pincel.
Fotografía de la autora: hampsonwrites.com
Pero ¿qué es la poesía para Anne Carson? Sólo un caminar a ciegas “como quien trata de detectar señales radioactivas con un contador Geiger”, ha dicho, tras asegurar que si pudiera definirla, no tendría para qué escribirla.
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