OPINIÓN ¿Es inteligente hablar de inteligencia? | Lorenzo Shelley


Una vez más, Los Simpson han propiciado la reflexión: en el capítulo titulado “La rival de Lisa” además de una excelente demostración de respeto por parte de los guionistas hacia Poe, se muestra el resultado de enmarcar la inteligencia en un ambiente cuya directriz es la competencia por consagrarse como superior a los demás, sin importar en qué y a través de logros individuales donde supuestamente todo participante tiene las mismas oportunidades de triunfar. Así, Lisa siente que está perdiendo valía debido a sus supuestas derrotas frente a la nueva alumna, Allison (que, por si no fuera poco, es un año más joven), mismas que todos aceptan, con naturalidad, como parte de los retos cotidianos de ir a la escuela. En la era del hombre como mercancía era de esperarse que el ingenio humano entrara en el mercado de habilidades que uno puede ofrecerle a una posible pareja o un posible proveedor de ingresos. ¿Cuáles son las consecuencias de esto?
En primer lugar, podemos observar el surgimiento de fenómenos como los ejercicios que prometen “fortalecer” el cerebro, los cuales han llegado a aparecer en libros, cursos y hasta aplicaciones de celular (recibiendo importantes multas por publicidad engañosa ya que los efectos que prometen no están totalmente avalados por la comunidad de las ciencias cognitivas). Estos negocios explotan el sesgo del mundo justo y el discurso de la perseverancia, dupla de acoplamiento perfecto: cualquiera puede lograr cualquier cosa con el esfuerzo suficiente ya que el que hace o se hace un bien, recibe un bien. Porque es obvio que así funciona la realidad manejada por homínidos inseguros.
Y si un producto obtiene un nuevo aditamento, es lógico que pronto aparezcan quienes se interesen en las funciones de la oferta recién llegada, hasta el punto de negarse a consumir mercancía que carezca de la nueva actualización. Estos selectivos clientes son los autodenominados sapiosexuales, que solo realizarán la transacción amorosa con entes que puedan demostrar tener una mente afilada. Para ellos, enamorarse de alguien por su físico es algo devastadoramente superficial y, no obstante, su noción de intelecto también suele serlo. No es que tales individuos sean particularmente malos construyendo un concepto de inteligencia, es que esta es una idea llena de dificultades que llevan a considerar factible la posibilidad de rechazar su existencia.
La primera dificultad que aparece al tratar el tema de la inteligencia es la diversificación que esta tiene. Se puede entender como inteligencia cristalizada, fluida, emocional, lógico-matemática, interpersonal, intrapersonal, etc. Y eso sin considerar a sus parientes cercanos según el sentido común: sabiduría, cultura, astucia, creatividad…. ¿Qué aspecto es el que resalta para seleccionar una pareja? ¿Cuál es el que es necesario para que una persona sea reconocida socialmente? Al no tener un consenso académico al cual recurrir, la idea de la persona inteligente se convierte en una elucubración preconsciente que suele tener como guía convenciones sociales algo burdas: quien es buen estudiante es inteligente, también lo es el que tiene un vocabulario avasallante, no olvidar al que conoce el vestuario adecuado del pensador contemporáneo (que varía dependiendo del área donde el gran genio tiene su éxito). La carencia de sustancia en el discurso de la inteligencia hace que la mejor fachada sea la que consiga la admiración de las masas.
Otro faceta de la problemática de este elusivo concepto son los intentos por elaborar una versión cuantificable de la inteligencia, que no son pocos pero suelen terminar en controversia dado que se “compartimentalizan” al punto de disolver su objeto de evaluación en un sinfín de pruebas de habilidades específicas. La inteligencia se vuelve un discreto espíritu que se mueve detrás de cada tarea de la batería de pruebas. Y uno no puede dejar de lado ese magnífico momento donde por fin se logró la más bella de las definiciones, enterrando el debate sobre el tema en la lúgubre tumba de la historia: la inteligencia es lo que miden los “tests” de inteligencia. Habría que agregar que la frustración es lo que declaran aquellos que tratan de definir la inteligencia.
Ver cómo una porción de la población se esfuerza por conseguir el rol de pensador, subyugando todos los aspectos de su vida a ese propósito arruina la fuerte impresión que causa entender que un diminuto trozo de materia puede comprender, poco a poco, el universo en el que está inmerso, o crear a través de señales escritas y sonoras mundos que, además, hacen referencia a lo que su creador vive y goza. Sin embargo, esto no quiere decir que sea posible (o deseable) detener este fenómeno social. Lo que se pretende es que, cuando uno se vea abrumado por las presiones que conlleva mostrarse intelectual, piense en este vaivén de pensamientos y se relaje al recordar que un hombre muy inteligente (si es que existió) dijo que el mundo es un escenario. Siempre está la opción de descansar tras bambalinas un rato.



LORENZO SHELLEY. Nació en el Ciudad de México, creció en sus alrededores. Es estudiante de tiempo completo en la Facultad de Psicología, Ciudad Universitaria, UNAM. Cursa la licenciatura en las áreas de Psicobiología y Neurociencias y Procesos Psicosociales y Culturales. También se considera apasionado de la filosofía, la vida cotidiana, el amor, la literatura y los videojuegos, además de ser aficionado del cine, la televisión, la música (como escucha o como pésimo pianista) y el anime. Ocasional merodeador de museos. Ferviente creyente de que el aprendizaje puede surgir de diversas fuentes.

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